ADVERTENCIA: ESTA RESEÑA CONTIENE SENDOS SPOILERS
Viernes 27 de diciembre de 2019. El último episodio de la temporada de The Mandalorian sale al aire; por casualidad, yo y un amigo acordamos ver The Rise of Skywalker el mismo día. El contraste no puede ser más marcado: por un lado, el fenómeno que ha re-encendido la esperanza entre los fans de Star Wars, acabando de una vez con la mentira de que «es imposible dar gusto a todos» (frase mediocre si las hay: ¿cómo surgió Star Wars como fenómeno masivo en primer lugar entonces?) Por el otro, el último y más triste ejemplar de una trilogía sin dirección, corazón ni cerebro: un espectáculo vacío y confuso que, de no ser por su contraparte para la pantalla chica, nos podría haber convencido de la muerte definitiva de la franquicia.
Es difícil comenzar a describir los múltiples fracasos y afrentas a la inteligencia que inundan The Rise of Skywalker. ¿Qué tal una trilogía que comenzó como un vulgar copy-paste teniendo que recurrir al mismo villano de siempre para conseguir el fácil aplauso de una audiencia que se emociona como un perro sin dignidad ante el menor hueso de nostalgia arrojada ante ella? ¿Una heroína sin dirección ni motivaciones corriendo de un lado a otro sin que nunca se establezca por qué de una forma verosímil? ¿Un director que nunca se detiene a pensar no si algo es posible, sino si debería hacerse? Durante las horas que ocupa este espectáculo, nuestro cerebro es desconectado y sometido a un sueño de opio como el de los agonizantes en Soylent Green —un cine maldito que ocurre ante nuestros ojos sin dignarse nunca a ocurrir en nuestro cerebro.
El contraste con Mandalorian no podría ser más marcado. No, Mandalorian no es televisión intelectual ni mucho menos, pero al menos tiene la decencia de respetar las leyes de la causalidad y de la justicia poética: presentar personajes con una motivación clara, acción justificada, no apelar al sentido indecente de la baja nostalgia ni romper constantemente los límites de lo verosímil y con ello nuestra paciencia. Tiene un protagonista que puede ensuciarse las manos, soportar una paliza y levantarse de nuevo, que puede ser ayudado por sus amigos (¿es tan difícil entender eso?), que puede salvarse por casualidad, a quien queremos ver triunfar a pesar de sufrir «los golpes y los dardos del insidioso destino». ¡Es un protagonista que hace méritos ante nuestros ojos y nos hace odiar a sus enemigos y amar a los que él ama! Porque, sin mérito y sin sinsabores, sin apegos y disgustos no hay destino ni héroe.
Compárese a Rey —haciendo imposibles rodomontadas y bragadoccios de la Fuerza una y otra vez como un figurón ridículo, un personaje OP en un videojuego— con la profunda humanidad de The Mandalorian. Esa escena sobretodo, en el último episodio, con Pedro Pascal al borde de la muerte, un hombre frágil y sin máscara, lleno de sangre, derrotado, debilitado y, sin embargo, ¡quieres verlo vivir! Porque la causa es demasiado grande y su hijo demasiado tierno. ¿Qué padre no ha sido él?
Comparemos esta obra maestra de humanidad con la última escena de nuestra querida Rey. Tras volver por ningún motivo a la casa de Luke Skywalker (más nostalgia barata para perros sin vergüenza), una mujer se le acerca y le pregunta por su nombre, y la usurpadora no puede pensar en mejor cosa que ver a cualquier parte y decir: SOY REY SKYWALKER. ¿Pero, por qué?, ¿esto qué significa? Lo mismo daría que dijera Rey Chewbacca, Rey The Hutt, Rey Solo, Rey el Ewok, Rey Jettster. Rey no es nadie. No merece nada. Personaje hambriento de validación y sin un sólo mérito. No hay una sola relación significativa: ni con sus amigos ni con su enemigo-novio (pfffff…. ¡jajajajajaja!) ni con sus maestros. Es un personaje usurpador aferrado a una identidad que no le pertenece: tan deshonesto como un estafador que se pusiera las ropas de tu mejor amigo muerto para sacarte algo de dinero fingiéndose vivo. A esas alturas, la película ya no tiene sentido. Ah Rey, ¿acaso no lo sabes? «No hay nada más aborrecible a ojos de los mortales que la felicidad y el honor no merecidos».
Algunos dirán que J. J. Abrahams no tenía mucho con qué trabajar después de que se quemaran los puentes con The Last Jedi, pero al final la manera tan torpe en que esta saga fue concluida indica que no había gran designio ni gran pensamiento detrás de ella: era una mera improvisación sin visión a lo largo del camino. Tenemos ecos baratos de la trilogía original sin nada del contexto que lo hacía significativo. Ejemplo. Rey como nieta de Palpatine. ¿Por qué? No hay ningún motivo. La relación entre Luke y Vader es significativa: es la esencia de las tres cintas originales en el fondo. ¿Fue planeada desde un inicio? Quizás no y, sin embargo, tiene tanto sentido. El gran conflicto no puede resolverse por la fuerza, sino por la compasión. Luke llega a ser más fuerte que Vader en la tercera cinta, pero eso no tiene sentido ya. No se trata de la derrota del mal, sino de su redención. Y el caballero caído puede redimirse, porque su hijo ha elegido la luz. Vader puede entregar todo al mal, menos lo único que tiene: sus hijos. Con su sacrificio es capaz de redimir la muerte de su esposa. Nunca fue, para él, sólo sobre el poder. Significativo, comprensible, poderoso.
Rey es nieta de Palpatine: ¿eso qué rayos significa en términos dramáticos? Nada. Palpatine es malo desde el inicio, Rey no tiene conflicto de conciencia alguno, no hay gran catarsis ni realización. Si tu abuelo fuera Hitler o un Tiranosaurio sediento de sangre al que nunca conociste y que nunca fue bueno, ¿qué conflicto hay ahí? Vader era redimible: Luke, yo soy tu padre. Wow: puedo salvarlo. Rey, yo soy tu abuelo: ¡Vete al diablo viejo! Y por supuesto no hay conflicto interno: Palpatine es aplastado por Rey como todo lo que Rey toca. ¿Y qué no da lo mismo si lo mata en un ritual Sith o después del ritual? ¿Por qué es diferente asesinar al anciano en tal o cual contexto? Nada de lo que ocurre ante nosotros tiene sentido, ¡ni un poco! No hay antagonista, porque no hay conflicto interno. La peor parte es cómo Kylo Ren revive a Rey y luego muere. Desaparece como un personaje muerto en Fortnite. Lo más gracioso en el cine fue, durante esa escena, ver a una chica emocionarse por el beso y luego decir whoopsie cuando Kylo desaparece como si se hubiera desconectado del server. Era de pena y de risa: «mi novio imaginario borro su perfil de Facebook».
Comentaría el resto de la película pero es de una ridiculez e intrascendencia tan fuerte como su final. Rose es relegada a la trastienda para satisfacer la sed de sangre de los fans, ansiosos por un chivo expiatorio. ¿Y si a esta pobre mujer le hubieran dado un personaje cool desde el inicio? Ah, pero mejor hay que embadurnarla de sangre y arrojarla a los tiburones en la segunda cinta, para luego meterla en el armario de servicio para la tercera. ¡Infames! Semejantes absurdos podrían acumularse. La falsa y predecible no-muerte de Chewbacca en un narco avión. Poe Dameron y Finn, inseparables amigos en el cuckeo. Leia muriendo en una llamada de Skype. Boomer Lando intentando animar la fiesta de millennials, como lo hizo Harrison Ford con la primera cinta. Kylo Ren, un personaje que nunca inspiró respeto o miedo, tan patético que tuvieron que desenterrar a Ian McDarmid para ponerlo de villano DE NUEVO. ¿Oigan payasos, alguna vez han escuchado acerca de Thrawn? ¡Eso es un antagonista! En fin, The Rise of Skywalker es el equivalente cinematográfico de los rayones de un loco en una pared, obra infame que merece un lugar al lado de De cagotis tollendis y el Braguetta Juris de la biblioteca de Gargantúa.
La comparación con Mandalorian hace que todo sea más divertido y claro. The Mandalorian: una serie con propósito, humilde, en la que no hasta ahora no se usa la palabra «fuerza». Un antagonista claro, pero con propósitos misteriosos y por ello fascinante. Puede ser derrotado, pero no pierde la compostura (ojo, como el Darth Vader original). Un protagonista claramente motivado. Personajes femeninos poderosos y verosímiles, más capaces incluso que el protagonista. Y siempre tomando a pecho la gran lección: no basta con decir «este es un héroe» o «este es un villano»: hay que mostrarlo, y mostrar sus debilidades y motivos. Los ejemplos abundan: la desesperante y siniestra escoria cazarrecompensas del capítulo de la nave prisión, los ineptos speed bikers del final de la temporada, humanizados pero al mismo tiempo odiosos al maltratar a un niño, el propio Moff Gideon, elegante y amenazador, emergiendo de su nave destruída con la legendaria espada negra de Tarre Vizsla. Por dios, hasta el androide del último episodio es un personaje más humano que todo el elenco de la trilogía de secuelas. ¡Qué vergüenza: el robot de un buen director es más humano que 10 o 20 humanos dirigidos por un inepto!
En fin, The Mandalorian no es perfecto, pero es un gusto que existan buenas series para dejar en claro por qué payasos como J. J. Abrahams y Ryan Johnson, con sus héroes de pacotilla y su trastorno de déficit de atención, no merecen de nosotros la mínima consideración ni respeto. Star Wars es gran pulp en sus orígenes: obra de manos como las de Ralph McQuarrie o Greg Hildebrandt. Serious business. Y ese legado merece respeto. Acaso una visión más clara de la verdadera idea de Star Wars ocurre cuando, en el episodio final de The Mandalorian, el personaje de la herrera dice que desconoce qué sean los jedi, salvo unos «hechiceros enemigos» contra los que los guerreros de su credo pelearon hace mucho tiempo. ¡Ecos tan fuertes de la primera cinta, en la que la fuerza es sólo «hechicería y espada» en un mundo postapocalíptico! Star Wars es el mito reconquistado en el final del futuro —que es en realidad «hace mucho mucho tiempo». ¡Grande Mandalorian! Y eterna vergüenza para las secuelas. He hablado.
PhD Candidate, Social Anthropology University College London.