92.
Aguardo, ecuánime, lo que no conozco:
—Ricardo Reis, Odas
mi futuro y el de todo.
En el final todo será silencio salvo
donde el mar bañe nada.
Pienso en la muerte y mi estómago se llena de petróleo. Rezo al ídolo de brea para librarme del intolerable destino impuesto por el universo. En el final, dos posibilidades atroces me aguardan a mí y a todo: la nada absoluta o la náusea de existir incesantemente. La entropía azota nuestra playa con olas de silencio y, ardua, devora el infinito con fauces de Leviatán. Yo soy un cráter, un suicida consumado, un errante que enfrenta cotidianamente la extinción. Lou, tú me miras desde tu prisión de ámbar con la inocencia de los que no saben que van a morir. Frente a mí, un mar negro lleno de animales fantásticos; detrás de mí, las manos crispadas de los muertos.
Podríamos decir muchas cosas malas sobre Hideo Kojima —el hombre cuyo cuerpo está compuesto por un 70% de películas—, pero no que es un hacedor de mundos ineficaz. Death Stranding, su último proyecto luego de dejar Konami y la amadísima franquicia Metal Gear, explora las múltiples dimensiones de un concepto en apariencia sencillo: el strand —la “hebra”. Este tema permea prácticamente toda la estructura del juego desde un nivel micro (por ejemplo, una cuerda es tu arma básica) hasta macro (tu objetivo principal es crear una red que conecte lo que queda de Estados Unidos). El título es obsesivo y reiterativo, como si alguien con TOC lo hubiera diseñado y, aunque su mensaje pareciera obvio, pienso que sus matices pasan desapercibidos a menos que entendamos dos cosas antes: 1) es un juego de autor; 2) es cínico. Vamos, pues, a deshilvanarlo.
Analicemos primero el punto 2). Los desarrolladores de videojuegos dan mil maromas para ocultar las costuras de sus monstruos de Frankenstein: las señales que rompen con el pacto de verosimilitud y exponen la fantasía. Si hablamos de juegos de aventura, por ejemplo, basta con ir a los límites del nivel para encontrar cajas, puertas y arbustos imposibles de evadir; todo esto no es otra cosa que los diseñadores del juego intentando ocultar sus propios límites. Al final, el jugador sin saberlo es una rata de laboratorio que explora un laberinto. En el caso de los títulos de mundo abierto, la dinámica principal del juego consiste en ir de un lado a otro entregando ítems, así que en el género encontraremos innumerables recursos para ocultar este hecho —algunos más, algunos menos burdos.
Death Stranding no sólo hace nada para esconderlo, sino que convierte la temática del delivery boy en el eje de sus dinámicas de juego y hasta su narrativa. En lugar de disfrazar que eres un mensajero glorificado, Kojima te dice desde el minuto cero que tu misión es entregar paquetes. Pero aquí viene el giro: en Grand Theft Auto el foco de la acción está concentrado en los puntos del mapa; el traslado es un mero trámite que incluso es posible evitar con fast travel (prácticamente todos los juegos de mundo abierto moderno lo utilizan). De forma similar a como Portal colocó la atención en el espacio que hay entre plataformas —en oposición a Mario Bros., donde las plataformas son el centro del juego—, Death Stranding sitúa toda su atención en el espacio que hay entre punto A y punto B.
Desplazarse en el espacio de Mario 64 es placentero. Hay muchísimos movimientos: doble y triple salto, maromas, deslizamientos, golpes, patadas, salto de longitud, rebotes en las paredes, etcétera; para descubrir qué se supone que es lo más divertido en un juego según sus desarrolladores, basta poner atención a qué sistema tiene más recursos y herramientas. En el caso de Metal Gear Solid, por ejemplo, Kojima y su equipo te daban objetos como revistas pornográficas para distraer a los guardias, cajas, barriles, drones, piedras y hasta señuelos inflables. En Death Stranding, los recursos son tan extraños como puedes imaginar en un simulador de Uber Eats: exoesqueletos que te permiten cargar más, botas todo terreno, guantes con espolones para detenerte si te deslizas sin control, aerosoles que protegen tu cargamento del clima apocalíptico, escaleras, cuerdas de rápel, carritos flotantes, kits para construir caminos y refugios, etcétera.
Death Stranding es un juego cínico que no oculta las costuras de su propia estructura: tu tarea es ser un delivery boy y serás evaluado con mil métricas que determinan tu desempeño. Aquí no hay saco sin fondo estilo Zelda, sino que cada ítem que cargues supondrá un peso y deberás distribuirlo minuciosamente entre todo el cuerpo del protagonista. Tus zapatos se gastarán, tu carga te hará tropezar y el terreno será el peor enemigo que existe. Más que un juego, es un simulador de logística que pareciera querer glorificar la labor de los conductores de Fedex en todo el mundo. Resulta extraño y raro: como si de alguna forma Kojima nos dijera que todos los juegos son trabajos disfrazados o laberintos de ratas en los que aprendemos a anhelar la sensación de devorar queso (niños rata aparte).
¿Es divertido Death Stranding? Sí. Tan divertido como organizar alfabéticamente tu manga en un librero hecho a la medida en el que caben perfectamente todos los tomos de Junji Ito. Tan emocionante como hacer un meme que se viralice. Tan satisfactorio como ver en cámara lenta cómo una prensa hidráulica aplasta un bloque de chédar. Tan engaging como el timelapse de un adolescente que limpia su cuarto después de superar una depresión de tres meses.
Es divertido de una forma extraña, pero hablamos de un juego de Hideo Kojima —un desarrollador que ha pasado la mayor parte de su carrera creando títulos en los que el enfrentamiento directo es la última opción y más bien significa que fuiste descubierto mientras te infiltrabas. Esto nos lleva al punto 1). La fineza de Kojima brilla en cómo sus obsesiones son integradas en cada hebra del juego: Hollywood, las conexiones, la separación, la muerte, los personajes-adjetivo, el futurismo, el transhumanismo. Death Stranding es una obra de autor para un nicho muy específico. Después de todo, ¿qué tan nerd debes ser para disfrutar un game sobre creación de infraestructura, conocimiento libre y organización eficiente de logística de distribución de bienes?
Nos alejamos así de los lugares comunes de la industria: la violencia, el badassery, la masculinidad tradicional, los hombres mamadísimos, las mujeres encueradísimas. Al mismo tiempo, recibimos una nueva perspectiva de otros temas ampliamente explorados: el fin del mundo, la ausencia de muerte permanente en los videojuegos, los undead, la máscara, el ridículo nacionalismo y ese espíritu PlayStation de entretenimiento interactivo que comenzó con Gran Turismo.
A la mezcla, se suman elementos nuevos o al menos menos utilizados: la escatología marca Kojima (puedes usar tus excrementos, sangre y orina como armas e incluso orinar a los enemigos en situaciones desesperadas); la paternidad masculina; el comunismo automatizado de lujo; la repetición exhaustiva de la hebra como tema del juego; las metareferencias; esa sensación de estar jugando un anime extrañísimo que aborda de forma obsesiva un tema muy random y trivial como los yoyos, una banda de idols que son zombis o un niño obsesionado con la escena del arcade japonés de los ochentas.
Otro elemento muy Kojima es su obsesión con los adjetivos. Sus personajes a menudo están determinados por una sola palabra-característica: Quiet, Solid, Higgs, Bridges, Porter, Strand, Pain, Fear, Sorrow, Old, Punished, Fragile. Su otra obsesión, el cine, estructura su narrativa. El juego entero parece ser la reiteración constante de los mismos temas. Una y otra vez, nos habla de lo importante que son las conexiones y estar conectados unos con otros. El mensaje es por definición cursi y francamente Kojima no hace mucho por profundizarlo o darle un giro interesante. Como todo Hideo, Death Stranding va de lo sublime a la selfie en el baño, de un personaje hecho de cadáveres a un robot nalgón que hace entregas automáticamente, de la exploración del multijugador asíncrono a un personaje que da likes en interacciones cara a cara, de llevar un cadáver para ser incinerado a entregar pizza en menos de 30 minutos. Y acompaña todo con frases cheesy que parecerían extraídas de Pulp Fiction… I’m Fragile, but not that fragile.
El título toma inspiración de todos lados. Pienso en especial en el clímax de Shadow of the Colossus, en el que debes hacer exactamente lo que el juego lleva diez horas diciéndote que está mal: soltarte y dejarte ir. Algo similar pasa en un punto clave de Death Stranding: debes cruzar un gran océano de brea y no hay vehículo ni transporte posible. ¿La solución? Te dejas atrapar por los enemigos, quienes te arrastrarán hacia el centro del lago, desde donde podrás seguir desplazándote gracias a todos los edificios y demás despojos atrapados en el tiempo cero del fenómeno B.T.
Kojima es un autor de momentos sagrados y profanos. De buscar coolness a pesar de lo que sea. Me recuerda a Death Proof, donde la violencia es estilizada y efectiva, pero carece de la profundidad y el sentido que le daría un Kubrick. Sin embargo, Kojima es moderno en muchos sentidos; pienso en toda su infraestructura de mercadotecnia: sus alianzas con marcas de lentes, relojes, joyas, ropa, medios. Todo esto reafirma el estatus de Death Stranding como un título de autor y de culto: quizá demasiado obsesionado con la forma como para convertirse en un clásico y demasiado idiosincrático como para tener un appeal popular y masivo.
Toquemos ahora, pienso yo, lo más interesante de Death Stranding: el terror existencial que se revela cerca de su final. Lejos de tener enemigos amenazantes o escenas de violencia extrema para provocar terror, el título recurre a una estética muy bien cuidada. Recorrer lo que se supone que es Estados Unidos es una experiencia desoladora: no hay animales ni pueblos ni bosques inmensos o variaciones. Todo parece una enorme tundra de roca y musgo como el planeta de la secuencia inicial de Prometheus o una invención de Nolan en Interstellar. Esta distancia expone el ambiente de juego como lo que es: una construcción artificial, minuciosamente diseñada para ser un terreno interesante de navegar. Regresamos al tema del cinismo: aquí no hay intento de ocultar la hechura del juego, sino que sus costuras están en nuestra cara en realidad aumentada cada vez que presionamos el botón para escanear el terreno de nuestro Odradek y podemos ver, pixel por pixel, las decisiones de diseño del equipo de desarrollo.
La estructura que forma a todo esto es —no puede ser de otra forma— cinematográfica. Death Stranding es un juego de escenas. Si bien es imposible controlar la cámara minuciosamente, el título sí hace un esfuerzo consciente y agresivo para que el jugador experimente ciertas secciones de una forma determinada. Por ejemplo, baja el nivel de todos los sonidos menos de la canción de su lúgubre banda sonora. Esto en momentos luego de avanzar puntos específicos de la trama. Es un poco como esas escenas de The Lord of the Rings en las que la Comunidad del anillo atraviesa paisajes increíbles, sólo que aquí vas solo y cargando un cadáver camino al incinerador en lo que queda del mundo después del fin del mundo mientras escuchas a Silent Poets. La perspectiva cinematográfica es crucial para entender no sólo Death Stranding, sino toda la obra de Kojima: no sólo hay apariciones de actores y directores de Hollywood a la menor provocación, sino que durante todo el título existe una fuerte consciencia de que el jugador mira todo a través de una cámara. Por ejemplo, el protagonista interactúa constantemente con ella cuando está en su cuarto privado, los “lentes” se manchan con la lluvia, etcétera. Esto no es nada nuevo; me recuerda con cariño que desde el 3D temprano los videojuegos han tenido esa necesidad de explicar el punto de vista que experimenta el jugador. Pienso en Lakitu en Super Mario 64, quien te seguía con una cámara montado en su nube o cómo en Halo la interfaz del juego se supone que es producida por tu armadura para ayudarte en el combate.
Así, de forma similar a como todos los juegos que se han hecho conforman un entramado de soluciones de diseño a problemas de creación de mundos virtuales, Death Stranding no sólo se apoya en esta infraestructura, sino que de una forma autorreferencial imagina un futuro en el que compartir conocimiento e información es fundamental. Esto sólo es posible tras el colapso de la civilización y el modelo económico reinante. Aquí no hay dinero, aunque el juego sí sugiere algún tipo de pago por prestar servicios de mensajería e incluso empresas organizadas. Sin embargo, ¿al final qué sentido tiene producir cualquier bien si puedes simplemente imprimirlo en tu refugio? El estado del mundo en el juego es representativo del contexto moderno del Internet, capaz de unir soledades en todo el mundo: vivimos más solos que nunca, pero también más conectados con quienes tienen nuestros propios intereses aunque estén a miles de kilómetros.
Así, nuestra cultura comienza a distribuirse en torno a silos: rizomas de información organizada por intereses que se comparte sin un motivo aparente. Hay proyectos para preservar videojuegos al lado de tutoriales para hacer máscaras de furros, peleas de insectos japoneses en YouTube que te llevan a ver deep fakes de Trump como actor porno en una película. Steiner decía que una de las principales causas para la tristeza del pensamiento son todas esas cosas que nuestra mente crea en soledad y nunca comparte; yo me pregunto si, en nuestros tiempos, una causa mayor no es la sobreabundancia de información y nuestra incapacidad para organizarla y darle sentido.
Cultura es lo que hacemos para enfrentar la idea de la muerte. En el famoso cuento de Kafka en el que aparece el Odradek, el protagonista se lamenta porque el extraño ente inmortal seguirá existiendo cuando él ya no esté. Sólo las cosas sin propósito pueden ser inmortales, diría Borges: si nuestro fin último es la aniquilación, nuestra misión es encontrar el sentido. Pero los productos culturales en sí no son muy distintos a un Odradek: su única razón de ser es tener significado para nosotros. El legado de la humanidad no tiene otro fin mas que sobrevivirnos.
Death Stranding presenta esta idea de forma bella. Puedes pasar decenas de horas construyendo junto con otros jugadores una infraestructura para tu mundo de juego. Lograrlo requiere muchísimos materiales y es una inversión grande y riesgosa. También puedes cooperar y ayudar a los demás de forma asíncrona como si se tratara de un gran proyecto de software open source cuyo fin es conectar por medio de infraestructura los espacios del juego. Sin embargo, en las misiones finales debes regresar prácticamente al comienzo del juego, pero toda la infraestructura que tú y los demás jugadores desarrollaron se ha perdido. Prácticamente nada de lo que hiciste sirvió para algo más que para darle sentido a tu propia experiencia de juego previa. La lección final es que todo lo que hacemos es inútil salvo para generar la estructura de significado que necesitamos para soportar la existencia.
El mensaje final de Kojima es éste: lo que conocemos como universo existe gracias a un desequilibrio fundamental. Todo lo que existe ansía regresar a la nada. No hay algo que exista para siempre —ni siquiera el mundo. No sólo eso: la extinción de todo es inevitable. La realidad es un ouroboros que busca devorarse a sí misma (no por nada la primera y la última misión en Death Stranding son simétricas). No tenemos un papel que jugar en todo esto o, mejor dicho, lo único que podemos hacer es zurcir los huecos en la urdimbre de la realidad para dejar un registro inútil de que existimos alguna vez. Nuestro sentido es encontrar el sentido. Construir como si la arena fuera piedra. Vagar desdichados en las playas de la nada.
Memento mori.