Este texto es una parte de lo que podríamos llamar el programa o agenda a largo plazo de este sitio. Gólem es un sitio de ensayos sobre ludología y de cultura. Ensayo, en su acepción clásica, quiere decir un experimento mental, pero es un experimento con un fin. Para nosotros, la cuestión del buen diseño de juegos está inextricablemente unida a la de cuestiones que parecerían sólo puramente actuales, como las redes sociales, el comercialismo, la sociedad memética y demás. Gólem es como un gran retablo en el que ludología y reflexión se combinan. Esto es así porque, como lo han visto nuestros grandes maestros, la sociedad y la cultura han alcanzado un grado más y más fuerte de virtualización; lo que nosotros queremos decir es que esta virtualización claramente se está perfilando a tomar el aspecto de la ludología. El tema de Gólem es la filosofía del juego como filosofía de nuestra época. Pero la pregunta es: ¿cuál es la filosofía del juego? Una serie de ensayos sobre la filosofía del juego se hace necesaria. En este caso, he tomado como guía no a los videojuegos, sino a los juegos de rol, donde una teorización más fuerte sobre lo que es un buen diseño ha sido articulada con claridad.
Recientemente he adquirido un interés en los juegos de rol, quizás el más venerable y complejo de los hobbies tradicionalmente asociados a lo nerd o geek. Desde la infancia, mi pasatiempo han sido los videojuegos: Dungeons and Dragons me eludió toda la vida. Así que lo que diré será la perspectiva de alguien ajeno al hobby. Sin embargo, obviamente no he podido dejar de notar cómo juegos de rol y videojuegos están tan íntimamente conectados desde su origen que es imposible comprender los segundos sin los primeros; más aún, he visto que los vicios del diseño de los segundos, tristemente han comenzado a contaminar a los primeros, mientras que, por otro lado, las excelencias de diseño en los juegos de rol son aquello a lo que los videojuegos deberían aspirar.
Para comenzar, un ejemplo de lo primero. A saber, los fallos: recientemente me introduje a la 5e de Dungeons & Dragons a través de una campaña, «Hoard of the Dragon Queen», jugada entre amigos. Como saben los aficionados, 5e ha sido una de las ediciones más exitosas de la historia. Como un amigo lo resumió para mí (en términos que serían un poco terroríficos para la vieja escuela): «5e se deshace de todos los estorbos para concentrarse en el roleo». Y ciertamente, su carácter newbie friendly y su énfasis en el roleo sobre las mecánicas (más sobre esta falsa dicotomía adelante; de hecho, al contrario, todos los juegos modernos son mucho más mecánicos que los antiguos) le ha dado especial fuerza a 5e —sobre todo en la época de las redes sociales. No dedicaré mucho tiempo a discusiones que pertenecen a expertos en juegos de rol y no a novatos como yo, pero una de las muchas fallas de dicho acercamiento está ejemplificado en ciertos momentos de las campañas de juego que parecen imitar muy de cerca los errores de los malos videojuegos de nuestra época.
En algún momento de «Hoard of the Dragon Queen», un dragón «ataca» el techo de una fortaleza en la ciudad de Greenest. El dragón mata a varios guardias con su aliento de fuego, mientras tu party lucha por esquivar y hacerle suficiente daño o usar algún otro subterfugio para que deje de atacar. El problema es que tu party nunca está en peligro: se trata de un simple cutscene (el dragón incluso tiene ataques mecanizados como los de un jefe de videojuego) que sólo está ahí para que tus personajes de nivel bajo sientan que encontraron a un dragón en algún momento. Es cierto que, si la party realmente lo desea, puede morir; asimismo, el dragón puede revelar cosas sobre las intenciones del enemigo final (no está ahí por voluntad propia al parecer), etcétera. A fin de cuentas, toda la secuencia se trata de una «cinemática de rol». Incluso ganas experiencia dependiendo de cuántos guardias queden vivos, ¡cómo un evento de videojuego!
Hasta para un noob como yo algo andaba mal. El uso de eventos sin riesgo alguno en el desarrollo de una campaña —en una campaña de tablero— resulta inaceptable. Fue como ver la utilería simplista de un videojuego teatral y mal diseñado, llevada a un pasatiempo como el rol, donde las situaciones deben tener consecuencias reales y específicas. ¿No se supone que un dragón es un evento cataclísmico que debería amenazar tu vida? ¿Ahora un dragón es un mero cutscene/evento en una narrativa?
Paralelamente, he estado investigando acerca del Old School Renaissance (OSR). Se trata de un movimiento con más de una década de existencia que busca regresar los juegos de rol a sus raíces, ya sea a través de la recopilación de las reglas de las primeras ediciones de Dungeons and Dragons, como OSRIC, ya sea a través de su reimplementación (Swords and Wizardry) o a través de la creación de sistemas originales (DCC Classics es uno de los mejores ejemplos). Más que estar basado en números o sistemas, el Old School Renaissance busca regresar al espíritu y la filosofía originales del Role Gaming. Es complejo explicar aquello en lo que consiste dicha filosofía, y otros lo han hecho mejor que lo que podría hacerlo. Recomiendo mucho el texto «An Old School Primer» de Mattew Finch. Algunos de los puntos que desarrolla son especialmente necesarios para comprender lo que un buen juego significa —y no sólo en un mundo de tablero.
Jugadores sobre mecánicas:
la vieja escuela y su filosofía
Cuando la gente piensa en la vieja escuela, lo que piensa es en el exceso de mecánicas, algunas fallidas, que sobrecomplicaban los juegos (como la Armor Class descendiente, por ejemplo); asimismo, la gente piensa en la mala codificación de «reglas» para resolver casos por parte del Dungeon Master. Empero, la vieja escuela justamente estaba basada en un rechazo natural a la sobrecodificación, confiando en el criterio del Dungeon Master (el cual, de hecho, es llamado «juez» en algunas obras OSR, dado que el DM es una evolución del «árbitro» de los juegos de guerra con miniaturas). De hecho, el primer axioma del movimiento es Resoluciones, no reglas (rulings, not rules), y significa que el criterio del juez debe prevalecer sobre un exceso de codificación y mecanización en determinadas situaciones. Los personajes no son amasijos de números y habilidades en una hoja: son personas. Las situaciones del juego se resuelven, por parte del jugador, mediante la inteligencia, la observación y la descripción (el jugador no usa las reglas, las reglas son para el juez); mientras que el juez tiene de su lado el sentido común y las reglas.
La segunda máxima es el énfasis en la agencia del jugador sobre las mecánicas. Este rechazo de la sobremecanización puede ejemplificarse mediante la actitud de la vieja escuela ante el desarrollo del juego. En los juegos actuales de DnD, la interacción con los escenarios y calabozos está mecanizada a través de «tiradas de percepción», de «búsqueda de trampas» y semejantes, de hecho muy parecidas a lo que podrías hallar en algún mal videojuego. Por ejemplo, entras a un pasillo en un calabozo: si tu personaje supera la tirada de búsqueda de trampas, puede encontrar las trampas que hay en él (si las hay); obviamente, un pícaro tiene mejores posibilidades de pasar esta tirada, etcétera. En particular, las «tiradas de percepción» se han convertido en mecanismos muy burdos para transmitir información a los jugadores sobre sus alrededores, inhibiendo la interacción con el mundo de juego de manera mecánica. He vivido situaciones casi paródicas con este sistema: por ejemplo, en un momento nuestros personajes entraron a una iglesia llena de gente esperando el asalto de una gran cantidad de monstruos (por cierto, 5e está tan mal diseñado que los matamos a todos abusando de las mecánicas en nivel 1); nos hicieron tirar percepción para ver si podíamos ver a la gente adentro… un chiste.
En la vieja escuela es diferente. La gente debe encontrar las trampas interactuando con el escenario, guiados por el DM/juez. Un ladrón tiene ciertamente la capacidad de desarmar una trampa, pero no tiene un radar antitrampas que debe activar con un número del dado. Las trampas deben desarmarse con inteligencia, interactuando con el escenario (usar un palito, tentar desniveles con la mano, derramar agua para ver los patrones en el piso, etcétera). Esto incrementa la inmersión en el mundo de juego: estás dentro de un calabozo, no dentro de un mapita con tiradas de percepción y trampas.
Si lo pensamos en términos de videojuegos, un buen calabozo no es un amasijo de eventos tipo trampa y eventos tipo puzzle; es un espacio lúdico/aventurero donde deben privar el pensamiento lateral y la percepción real del jugador, no la «percepción número». Por ejemplo, lo que hace particularmente llamativos a los buenos calabozos en un Zelda es que están basados en interacción e intuición —no en mecánicas. Empero, los malos calabozos o puzzles (como encender una antorcha para abrir una puerta por enésima vez) son aquellos que tienden a lo mecánico y lo obvio por encima de lo intuitivo. Los verdaderos calabozos están vivos; los malos calabozos son montones de números.
El siguiente punto tiene que ver con el anterior, a nivel del diseño de personajes. Los juegos modernos (5e y Pathfinder sobretodo) están sobrediseñados excesivamente a nivel de subclases, con largas letanías de habilidades que usualmente entorpecen el desarrollo del juego en niveles altos; en consecuencia, los jugadores son estafados comprando módulos y módulos con nuevas clases cuando dichas ideas podrían simplemente ser improvisadas. Pero esta industria existe por la misma filosofía de sobrediseño de clases inherente al juego. En la vieja escuela, lo que se enfatizaba eran las habilidades del jugador, no las del personaje. No tienes un cuadro con números asociados a habilidades como «intimidación», «investigación» o demás; debes investigar por ti mismo, actuar por ti mismo, pensar por ti mismo. El bardo que seduce dragones con un dado no existe en la vieja escuela.
Esto es tremendamente importante como principio de buen diseño. La abundancia de clases basura en los nuevos RPG es impresionante. En cambio, títulos como Dungeon Crawl Classics sobresalen por el minimalismo elegante de su diseño en términos de clases, compensando con una complejidad asombrosa y significativa en sistemas como la magia. La clase de guerrero es simple, y todo lo que en DnD son inútiles tablas de feats y sobreespecializaciones que entorpecen el juego se resuelve con un dado y la imaginación del jugador: el sistema de «hazañas de guerra», en el que el jugador «declara» su intención de realizar una hazaña dramática (cegar a un cíclope, cortar un tentáculo, arrojar a un enemigo por las escaleras) y esto se decide con un tiro suplementario. Simple y efectivo.
En contraste, la sobreabundancia de clases en DnD o Pathfinder, con sus centenares de feats y capacidades, conduce a redundancias, no sólo mecánicas sino hasta narrativas. Pondré un ejemplo que muchos encontrarán polémico, porque no se concentra en una clase inútil (como el infame «beast master ranger» de 5e), sino en una clase ya consagrada. El paladín, el guerrero que puede curar y que, en términos narrativos, es el defensor de una religión o el guardián de un «juramento». Empero, el paladín de la vieja escuela, al menos en la primera edición de DnD, era más como un calco de personajes como Galahad o Parzival, aunque el modelo que tuvieron en mente los creadores de la primera edición eran los caballeros de la novela «Tres corazones y tres leones» de Poul Anderson. El paladín era una subclase a la que sólo podía tener acceso quien tuviera ciertas tiradas altas en sus stats, no era algo común ni la elección «de cajón». Pero ahora que la generación de personajes se hace con «trampa» y minimaxeo, el paladín es el «curador» de primera línea de combate en DnD actual. De hecho, el fácil acceso a la clase paladín ha implicado cierta devaluación de la clase guerrera y del clérigo por igual.
Más aún, narrativamente el paladín ha perdido todo sentido. Hoy en día, narrativamente la gente juega al paladín como si fuera una especie de clérigo mal hecho, como el guerrero fanático de una religión o causa (nadie se acuerda del «juramento»). El resultado ha sido que ahora el paladín es un clérigo para gente a la que no le gusta estar en la línea de atrás curando, aunque nada de eso tiene que ver con lo que un clérigo era en un juego de vieja escuela. Un clérigo de la vieja escuela literalmente era un guerrero formado dentro de una organización eclesiástica. El ejemplo sería el arzobispo Turpin en la canción de Roldán: arzobispo y todo, pero un militar y un guerrero de primera línea. El paladín era una subclase especial y tenía un mito y un modelo literario específicos, que se han desvirtuado por completo. Y esto es hablando de una clase exitosa y respetada, aunque narrativamente no tenga sentido. Cuando la gente rolea un «paladín» de Bahamut como un fanático religioso que es un guerrero y cura (digamos, una versión fantástica de un guerrero templario), lo que está roleando es un clérigo bastardizado; de hecho, la 2e cita a los guerreros templarios y órdenes similares como modelos de clérigos de batalla.
Ni siquiera toco el tema de clases malditas, como el ranger o montaraz, o de las clases inútiles. Su existencia es una obvia consecuencia del sobrediseño. Dicha sobreabundancia recuerda a lo que es posible encontrar en el mal diseño de videojuegos moderno. En los videojuegos el excesivo número de héroes y clases, que implican siempre la existencia de personajes basura y personajes de poder excesivo, es un lugar común. Tomemos de ejemplo a los MOBA y, en particular, League of Legends: el más exitoso. Es innegable que existe un núcleo de personajes clásicos, respetables y jugados; en contraste a una cantidad también considerable de personajes basura, ya sea por ser campeones nuevos que nunca pegaron, o campeones olvidados. Esta sobreabundancia y desperdicio es natural debido al sistema de negocios del juego, pero no tiene nada que ver con lo que debería ser un buen diseño sin tomar en cuenta el negocio. En términos estrictos, es un elemento de mal diseño, independientemente de si el juego, con los campeones que forman el meta más una cantidad de campeones clásicos o de legado, sea bueno o malo en sí.
Un ejemplo equiparable de filosofía de vieja escuela en un juego que quizás no sea tan vieja escuela (lo es hoy, no lo era antes) sería Starcraft: Broodwar. En contraste con juegos de estrategia con decenas de facciones inútiles, Starcraft presentaba tres facciones plenamente diferenciadas en estilo de juego, todas viables, en un mecanismo circular estilo piedra, papel o tijera. Este diseño era de una simplicidad y belleza tales que animaban a la gente a ser creativa con sus estrategias. Nada sobraba, y sin embargo, el juego parecía ser infinito.
Hay otros puntos del documento de Finch que vale la pena comentar, pero lo dejaré para el siguiente post, que se concentra en la noción de narrativa y en la manera incorrecta y correcta de crear historias en juegos de rol y videojuegos. Por ahora, resumamos lo aprendido.
Conclusiones
Podemos ver que el diseño de vieja escuela es todo lo contrario de lo que el estereotipo de los modernos nos ha hecho querer pensar. La vieja escuela no trata de mecánicas sobre jugador. Ni siquiera es mecánicas sobre narrativa (un tema al que volveré en la siguiente entrega). Al contrario, el principio es jugador sobre mecánicas y juez sobre reglas. Es decir: agencia sobre automatización. Personas sobre papeles (tanto de tablas como de «roleo» basura). Pero esto no se aprende en un compilado de reglas. Es justamente el lore del «gremio de los jueces» al que pertenecen los grandes del roleo. El problema es que los juegos modernos fueron ideados por la gente limitada que pensaba que ser un buen juez de rol era aplicar un libro de reglas, y por los malos diseñadores que eran jugadores minimaxers by the book (probablemente gamers): es decir, gente a la que no le gustaba pensar, pero que le gustaba sobrelegislar, sobre actuar y «ganar». El gaming moderno es una especie de facilitación de las tendencias destructivas de esas personas aplicadas al industrialismo. El resultado es una adulteración del hobby. Ejemplo son las monstruosidades barrocas de Pathfinder y el descarado comercialismo n00b de 5e.
Algunos culpan a la influencia de los videojuegos en este giro negativo del hobby, y hay algo de razón en ello. Pero en realidad siento que, además de las malas influencias del gaming sobre el rol, ocurrió un proceso en la degradación del hobby; no en sentido de decadencia, sino en el fortalecimiento de vicios de diseño. La dinámica es diferente, porque los videojuegos son de hecho mayoritariamente mecánicos. Pero las fuerzas negativas y disolutivas del gaming son parecidas: pérdida de agencia del jugador a través de malas narrativas y malas mecánicas, sobrediseño sometido a fuerzas comerciales, énfasis de reglamentaciones sobre inteligencia y performance, énfasis de una socialidad puramente comercial sobre una socialidad real e iniciática, etcétera.
Por tanto, como conclusión debo decir que «la vieja escuela» no existe, como tampoco existe en el fondo la escuela moderna. Existe el buen y el mal diseño. Los juegos viejos son buenos a pesar de sus limitaciones, porque respetan la filosofía del buen diseño dentro de sus posibilidades, quizás limitadas. Los malos juegos quitan al jugador su agencia y lo convierten en parte de un engranaje, a veces incluso de explotación comercial. Pero discutiremos esto posteriormente. La segunda parte de este ensayo estará dedicada al segundo aspecto en el que el Renacimiento de la Vieja Escuela puede guiarnos: la cuestión de la narrativa.
PhD Candidate, Social Anthropology University College London.