«Debemos salir de esta roca a como dé lugar» es un dicho común entre los ingenieros. Se refiere, por supuesto, a nuestro planeta. No es de extrañar entonces que la exploración espacial se haya convertido en la obsesión de la última generación de ingenieros/comerciantes billonarios, como Elon Musk y Jeff Bezos, los cuales han sido enaltecidos como santos seculares por sus innumerables y fallidos admiradores en diversas partes del mundo. Al discurso exageradamente optimista en torno a la exploración espacial ha correspondido un discurso pesimista sobre el futuro ecológico de nuestro planeta. Dicho discurso implica que nuestra destrucción ecológica es inevitable debido a la avariciosa «naturaleza humana» (curiosamente idéntica en este caso a la «naturaleza» de nuestra sociedad capitalista), a pesar de que el homo sapiens haya existido 300 mil años en el planeta sin una crisis ecológica comparable a la de esta época. Como quiero demostrar en este artículo, ambos discursos son tremendamente ideológicos; siendo el segundo netamente destructivo. Sin embargo, antes de tocar este punto, podemos ganar mucha introspección sobre nuestro triste dilema si examinamos la última de las soluciones propuestas por el más rico de los antedichos «héroes» del capitalismo y la ingeniería moderna: Jeff Bezos.
En una entrevista con CBS acerca de sus ambiciones espaciales, Bezos afirmó que «los viajes espaciales son esenciales porque estamos en el proceso de destruir a nuestro planeta». Hasta aquí, nada nuevo y nada fuera de lo común: se trata del mismo discurso de Musk y de tantos otros. Empero, la visión de Bezos sobre la exploración espacial toma un giro un tanto siniestro a la hora de hablar sobre propuestas concretas. Bezos, como persona educada que es, sabe que la crisis climática es real (un punto que una buena parte de la humanidad, que carece de educación o que defiende paradigmas anticientíficos, ni siquiera ha logrado aceptar). Bezos, más pesimista que Musk, cree que no es posible «exportar la tierra» como propone este último. Su solución es otra: así como las empresas (como la suya) hacen outsourcing de trabajos indeseables, la Tierra podría hacer outsourcing de las prácticas destructivas de nuestra especie a otros lugares del espacio exterior.
Lo que Bezos propone es mover la producción industrial a otros planetas, que serían tenebrosas factorías espaciales donde la emisión de gases CO2 no constituiría un peligro, e incluso sería beneficiosa para la labor de terraformación. La tierra entonces podría, en palabras de Bezos, ser «reclasificada» como «zona residencial». Un discurso maravilloso en apariencia, pero la pesadilla se revela tan pronto nos acercamos a él con una visión sociológica. Lo que este discurso quiere decir es que, literalmente, la clase trabajadora deberá ser exportada a otros planetas, donde trabajarán en condiciones seguramente similares a las de las bodegas de Amazon, pero en tenebrosos calabozos espaciales, mientras que la Tierra sería la «zona residencial» de la clase dominante. Bienvenidos a la distopía final.
Por supuesto, por ahora la visión de Bezos es un simple «sueño de opio» (o más bien una pesadilla) e inclusive ha provocado algunas burlas. Y, sin embargo, a pesar de ser tan poco fehaciente por ahora, lo maravillosamente horripilante de su idea es que ya ha sido implementada en la Tierra (véase primer y tercer mundo), por lo que es perfectamente razonable desde la lógica de nuestro sistema. Incluso, debo decir que el horror que propone Bezos me parece más interesante que las visiones líricas de la ciencia ficción optimista y estetizada, aséptica y a-sociológica. Lo es porque reproduce el horror de nuestro sistema actual y lo exporta al espacio, en un proceso planetario que comenzó con el origen europeo del capitalismo, se expandió a América y luego a todo el mundo: lo que Bezos propone es llevar este horror a las estrellas. De algún modo, es una especie de secuela inconsciente del llamado sistema-mundo de Wallerstein, y hasta ahora no hay nada que se le oponga.
Por tanto, por bellas que parezcan, las utopías de autores como Kim Stanley Robinson, en la que el Marte terraformado es una utopía igualitaria y avanzada, mientras la Tierra cae en la sobrepoblación y el oscurantismo, no parecen muy adecuadas a la realidad. La realidad es que mucha de nuestra ciencia ficción es de un optimismo gigantesco —casi infantil. Humanos modélicos terraforman y moldean la realidad a su antojo, mientras ideologías igualitarias, científicas y avanzadas triunfan. De hecho, es más probable que ocurra algo parecido a la visión distópica de Bezos: Marte no como un escape, sino como un apéndice deforme de la tierra, una colonia penal de esclavos económicos (un proletariado posthumano), y la Tierra como un escenario de una burguesía decadente (la humanidad) que ha acabado con todas las especies y recursos, pasando sus últimos días en una jaula tecnológica, viviendo el estilo de vida del baby boomer depredador actual o del millenial eunuco e hiperconsumista, hasta que el proletariado esclavo decida un día interrumpir los cargamentos de artículos de lujo de Amazon tras una rebelión espacial.
Habiendo reflexionado sobre el previsible horror sociológico de nuestro futuro en el espacio, podemos abordar ahora el tema del infundado e incluso anticientífico optimismo en el imaginario de la exploración espacial. Muchas de nuestras fantasías sobre la colonización de otros mundos deriva de la mala ciencia ficción, así como de nuestra extraña fe en tecnologías espectaculares en concepto, pero inútiles en la práctica. Muchas de ellas recuerdan un poco a ese submarino congelador para hacer bloques gigantes de hielo, el cual no tiene ningún sentido termodinámico. Siendo realistas, histórica y tecnológicamente estamos infinitamente más cerca de destruir la tierra que de tener la posibilidad de colonizar un exoplaneta (el cual de todos modos acabaríamos destruyendo) o de terraformar un planeta cercano.
Uno de los problemas mayores de la colonización espacial —problema ignorado por toda la ciencia ficción de la que tenga noticia— es que una gran parte de lo que nos hace humanos en un sentido biológico está en el planeta Tierra. No me refiero a un sentimiento lírico o estúpido, sino al entramado biológico de la especie. Lo anterior se vuelve obvio si repasamos la numerosa lista de padecimientos y trastornos provocados por estancias prolongadas en el espacio (alteraciones cardiovasculares, inmunológicas, desórdenes del equilibrio, vista, distribución de fluidos, alteraciones genéticas, etcétera). Ni siquiera se sabe por ahora si es posible la reproducción humana en el espacio (énfasis en reproducción, no sólo refiriéndose al sexo) ni en superficies no terrícolas de gravedad reducida como Marte. Es verdad que ambientes artificiales y protegidos con gravedad artificial pueden disminuir el impacto de estas condiciones, pero es sabido que la gravedad artificial ni siquiera es usada de manera extensa en el espacio hoy día debido a las dificultades inherentes a su aplicación. En efecto, entre más pequeña la nave, más rápido debe girar para alcanzar una gravedad artificial equivalente a la de la tierra (de hecho, en la práctica es por ahora imposible); sería más fácil lograr lo último con naves gigantescas (la Tierra misma podría ser un ejemplo extremo) que por ahora son imposibles de desarrollar.
La baja gravedad sería el primer y más obvio agente de una progresiva adaptación a las condiciones del espacio, alterando nuestra estructura ósea en pocas generaciones. La exposición a la radiación espacial y otras condiciones podrían proveer el resto de las mutaciones necesarias. No se sabe nada de cómo se verían los hijos, nietos y bisnietos de los exploradores espaciales (ni de si éstos son «posibles» siquiera), pero la idea de que serían como Buck Rogers es, por supuesto, simple y absolutamente risible. Muchos biólogos han afirmado que la humanidad evolucionaría a una especie distinta rápidamente. La triste realidad es que sólo somos humanos en la tierra. Por tanto, la humanidad no está destinada a «salir de la roca» en ningún sentido. Probablemente lo que venga después del hombre (un horror para nosotros sin duda) es lo que podría colonizar el universo.
Otra limitación a nuestra visión espacial la constituyen los formidables obstáculos reales al concepto de terraformación o transformación de las condiciones de un planeta no habitable como Marte en «otra Tierra». Es cierto que es posible establecer pequeñas bases como en The Martian, pero se trataría de carísimas e inútiles expediciones expuestas a la furia de los vientos solares y las tormentas de arena de magnitudes impensables en la Tierra. La única forma de habitar Marte de manera aceptable sería dicha terraformación, pero este proceso tiene dificultades absolutamente insuperables.
Marte fue alguna vez un planeta mucho más parecido a la Tierra, pero hoy en día su escasa masa y gravedad le impiden conservar agua en forma líquida en su superficie. Los astrofísicos saben que esto no fue así siempre: en algún momento, Marte estaba en camino a ser una pequeña Tierra, pero debido a su minúsculo tamaño, su núcleo agotó su energía mucho más pronto que nuestro planeta y eventualmente se congeló. Con ello, su campo magnético desapareció, perdiendo gradualmente su atmósfera hasta quedar con el 1% de la que tiene la Tierra. No tengo idea de cómo se podría revertir este proceso de manera realista. Realmente, parece que es un sueño inútil: Marte está muerto por fuera porque está muerto por dentro.
Otras dificultades son igualmente formidables: es imposible respirar en marte debido a su baja presión atmosférica, su gravedad nos deformaría y la falta de un campo magnético expone el planeta a un viento solar espantoso. La cantidad de energía necesaria para lograr el método más eficaz (no el más económico) para introducir CO2 a la atmósfera de Marte sería, según ciertos estimados algo viejos, de 120 años megawatt de producción eléctrica (usando métodos casi utópicos), o de 1000 años Megawatt con otros métodos más asequibles a nuestro nivel tecnológico. Empero, la «inyección» de tanto CO2 sólo sería suficiente para elevar la presión del planeta a un nivel de 1.2% la presión media de la Tierra. El calentamiento necesario para que el agua pueda existir en Marte ni siquiera se ha calculado. Lo anterior es todavía más risible si se toma en cuenta que, por supuesto, no hay combustibles carbónicos en Marte.
Marte es sólo un ejemplo, pero otros casos parecen igual de perdidos. Venus es todavía peor. La última limitación de nuestra visión espacial es la broma cruel que el universo nos hizo al ponernos tan lejos de supertierras o exoplanetas habitables, tan increíblemente lejos que por ahora tendríamos que romper las leyes físicas para alcanzarlos, al menos en un lapso razonable de tiempo. La supertierra más cercana a nosotros, 40 Eridani, está a 16 años luz: distancia inconmensurable para nuestras posibilidades actuales de acuerdo con las teorías físicas prevalentes. Estamos perdidos. Encima, no sabemos si llegaremos a un planeta ya habitado y lleno de problemas, con seres tan hostiles, violentos y despreciables como nosotros.
En todo caso, la tecnología sigue su marcha, a veces fársica, como lo hemos visto con el humo de personajes como Elon Musk, o con los sueños de Iron Man de los cavernícolas culturales de las facultades de ingeniería del tercer mundo. ¿Logrará vencer la tecnología a nuestras limitaciones a tiempo o se convertirá en un catalizador de nuestra destrucción temprana? Esperamos lo primero, pero la verdad, viendo a la humanidad, es casi posible apostar por lo segundo. En todo caso, lo que quiero expresar en estas líneas es que nuestra visión actual del espacio simplemente sigue nuestros sesgos y limitaciones ideológicas, proporcionando una salida fácil y escapista a realidades desagradables que son nuestra responsabilidad.
En conclusión, para nuestra ideología suicida, el hombre está destinado a destruir la tierra porque está en su naturaleza hacerlo, aunque la historia diga claramente que más bien se trata de la psicología del hombre capitalista contemporáneo; en segundo lugar, para nuestra ideología el hombre está destinado a colonizar las estrellas; empero, lo más triste para nuestro patético humanismo es que muy probablemente el hombre no sería el ideal para hacerlo. De hecho, lo más eficiente serían máquinas, mutantes o cyborgs cuando menos, todas formas de vida que para nosotros son pesadillas. Finalmente, para nuestros sueño ideológico el hombre está destinado a tener dicha tecnología de manera inevitable, pero realmente no lo sabemos (1000 años megawatt para terraformar a medias un planeta parecen poco prácticos y lejanos), y es probable que nuestra civilización colapse antes de que lo sepamos. En todo caso, insisto que esta triste farsa no me da gusto en lo más mínimo. No soy un antitecnológico ni me alegran estas cosas: si mañana existiera esa tecnología fantasiosa, incluso en la forma distópica que quieran, estaría más que contento con expandir nuestro horror a otros mundos con tal de sobrevivir, pero parece que nuestro destino más probable es la muerte. Parece que los dioses o el destino nos detestan y no quieren que nuestras ideas mediocres destruyan otros mundos. Que así sea.
PhD Candidate, Social Anthropology University College London.