Soñé con un vacío. Ocupaba un espacio sólido y cabal en mis entrañas. Mi objetivo durante toda esa noche intranquila fue lidiar con esa materia espesa que demolía mi pecho con su nada.
Alguien dijo que el barroco es simplemente horror al vacío. En mi sueño, ensayé una y otra vez con qué objetos podría ocupar ese espacio. Probé variaciones y formas. No me fue permitido recordar algo más de la pesadilla salvo que las piezas que utilizaba para intentar llenarlo eran tetriminos de cuatro dimensiones que cambiaban de forma con el tiempo y se desacomodaban.
Di vueltas en la cama toda la madrugada. Debía intentar colmar el vacío: era un guardián condenado a empujar la roca de Sísifo, pero la roca era yo y la pendiente se desmoronaba en mis entrañas.
Desperté con una esfera en la boca del estómago: durísima y hueca como para hacerme vomitar bilis amarilla y espesa. Los sueños así son agujeros negros que devoran cualquier otro pensamiento. Son señores de la guerra que se protegen en el campo de batalla con escuadrones de ideas que se repiten: y si, y si, y si, y qué tal si, pero si, si, si —la condicional que encadena lo cotidiano al abismo de la ansiedad.
Cuántos hombres y cuántas generaciones antes de mí soñaron incesantes con la misma nada: el vacío. Lo hemos figurado como un agujero negro, como un óbolo de una sola cara, como una pirámide o una serpiente que se muerde la cola, como una colección de cabezas enemigas, de pedernal exaltado por la sangre del sacrificio. Y el abismo no sólo nos mira de regreso: somos su ojo, su párpado, su iris abominable, las lágrimas que harán eco en la nada cuando el tiempo termine.
Así, cargué con estos pensamientos y con el recuerdo del sueño en mi vientre el resto del día y era como esos parásitos que devoran la lengua de los peces y después ocupan su lugar.
Pienso en otro hombre que también vivió obsesionado con las variaciones infinitas: Katsushika Hokusai. Aunque aquí nos alejamos de la obsesión occidental con el vacío para hundirnos en el ukiyo —la decadencia para hacer frente a la existencia descrita por un monje budista como: “vivir sólo para el momento y saborear la luna, la nieve, los cerezos en flor y las hojas de arce, cantar canciones, beber sake y simplemente flotar: indiferente por la pobreza inminente, optimista y despreocupado, como si fueras una calabaza arrastrada por la corriente del río”.
Hokusai enfrentó la vergüenza de existir con el ukiyo y su arte. Obsesionado con repetir variaciones incansablemente, pintó el Monte Fuji desde muchísimas perspectivas. Tablada decía que en Japón el arte se revela en los actos cotidianos de su gente; entonces, es posible alcanzar lo sublime por medio del ensayo diario dada cierta cantidad de tiempo. Hokusai escribe: “A la edad de cinco años tenía la manía de hacer trazos de las cosas. A la edad de 50, había producido un gran número de dibujos. Con todo, ninguno tuvo un verdadero mérito hasta la edad de 70. A los 73, finalmente, aprendí algo sobre la verdadera forma de las cosas, pájaros, animales, insectos, peces, hierbas o árboles. Por lo tanto, a la edad de 80 habré hecho un cierto progreso, a los 90 habré penetrado más en la esencia del arte. A los 100 habré llegado finalmente a un nivel excepcional y a los 110, cada punto y cada línea de mis dibujos, poseerán vida propia”.
En este mundo flotante de goce y dolor pienso también en Tetris como un arquetipo del espíritu humano obsesionado con repetir incansablemente las variaciones de las formas para encontrar la iluminación. De una u otra forma, cada individuo es todos los individuos. El conjunto de todos nosotros es la nada ensayando variaciones hasta encontrar el significado.
Pero yo no soy Hokusai ni puedo librarme del vacío onírico en mi estómago dibujando variaciones, así que mejor escribo sobre tonterías como que Tetris es un arquetipo: encarna la exploración del mismo tema, su repetición incesante hasta encontrar la forma perfecta o perecer. Por el momento, quedémonos con eso y que, para mí, significa soñar con el vacío.
No existe el storytelling en los videojuegos
Éste es el asunto: los juegos no tienen narrativa, storytelling o como le digan. Dejemos de hablar de la “historia” de X o Y título. Todas son basura porque ni hay grandes narradores en los videojuegos ni es posible que tengan una trama como tal, pues nosotros mismos somos el sujeto en su fantasía. Es un buen momento para recordar a Jason Rohrer y su manifiesto:
- Los juegos no tienen spóilers.
- Los juegos no pueden ser terminados.
- Los juegos no tienen personajes, excepto por los personajes que los juegan.
- Los juegos no tienen historias, excepto por las historias que los jugadores cuentan a través de ellos.
- Jugar un juego nuevo es menos como leer una nueva historia, escuchar una nueva canción o ver una nueva película.
- Jugar un juego es más como aprender un nuevo lenguaje.
- Los juegos son interfaces, no entre mentes y contenido, sino entre mentes.
Los videojuegos que sobreviven el paso del tiempo son variaciones del mismo sistema capaces de transformarte en el sujeto de una fantasía. Es preciso volver a la forma para mantener lo verdaderamente único del gaming. Lo demás es un adorno. Más que “historia”, los juegos tienen temas que quizá resuenen o no contigo, pero al final tú eres tu propio narrador y personaje principal. Podemos revestir la mecánica de por ejemplo Tetris con cualquier tema (como en mi sueño nacido de la ansiedad) y no importa.
Pero lo verdaderamente increíble es el sistema de juego, porque podríamos ponerle otro tema que resuene, o no, conmigo o contigo. Al final, es sólo eso: variaciones del mismo sistema, del mismo objeto que nos atrae como si fuera el Zahir de Borges. En cierta forma, Miyazaki ha explorado el mismo sistema en todos sus juegos: Demon’s Souls, la serie Dark Souls y ahora Sekiro. Así como Hokusai pintó cien vistas del Monte Fuji para intentar descifrar su verdadera forma, cientos de creadores de videojuegos trabajan laboriosamente para encontrar las reglas definitivas de esos pequeños universos complejos que llamamos videojuegos.
Vamos con un ejemplo más reciente: Sekiro. Increíble, preciso, rápido, ágil. Como debe ser un buen videojuego. Para mí es increíble porque imagino que soy Washizu en Trono de sangre de Kurosawa:
Pero, al final, así como los humanos hemos de luchar para encontrar el significado en la indiferente realidad, los temas de los videojuegos sólo están ahí para que tú mismo te cuentes una historia: para que te sueñes a ti mismo como sujeto en tu propia fantasía. Esto es, pues, el storydreaming.
Ese jardín en miniatura que es Zelda, el espacio entre las plataformas de Mario, el intrincado camino de decisiones de League of Legends, el poder avasallador de la inmortalidad en Dark Souls que debe ser contrarrestado con dificultad, los laberintos de tiempo de Braid, el vacío hambriento que jamás podrás satisfacer de Tetris: variaciones, variaciones, todo son variaciones en búsqueda de algo… de la esencia de algo, de la forma verdadera del artefacto llamado videojuego.
Así como la poesía busca encontrar el nombre verdadero de las cosas que pueblan el universo, la pintura su forma verdadera y la música descifrar el enigma del tiempo, los creadores de videojuegos deben aspirar a algo más difícil aún: ser hacedores de universos. La tarea del jugador no se queda ahí: al final, jugar es trazar nuestro propio rostro. Schopenhauer decía que el universo comenzó a existir cuando abrió su primer ojo. En los videojuegos, somos el universo viéndose a sí mismo a través de la fantasía de una simulación de sí mismo.
Me declaro tetrista: el verdadero espíritu de los videojuegos no yace en el storytelling, sino en el storydreaming —esa capacidad del sujeto de contarse a sí mismo una historia en un universo simulado. El tetrismo es lo único que sobrevive el paso del tiempo: los juegos narrativos envejecen y mueren. Tetris, por ejemplo, sigue vive porque es storydreaming puro: puedo soñarlo como una representación de mi ansiedad, vestirlo de mil temas y música, pero al final lo que perdura en el tiempo es su sistema de juego. Lo demás es baladí.
Pienso en Nerval: “El sueño es una segunda vida. No he podido penetrar sin estremecerme esas puertas de marfil o cuerno que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes del sueño son la imagen de la muerte; un adormecimiento nebuloso embarga nuestro pensamiento y no podemos determinar el instante preciso en que el yo , bajo otra forma, continúa la obra de la existencia. Es un subterráneo indefinido que se ilumina poco a poco, y donde se desenvuelven a la sombra de la noche, las pálidas figuras, gravemente inmóviles, que habitan en la mansión del limbo. Después, el cuadro se forma, una claridad nueva la ilumina y las fantásticas apariciones se mueven: el mundo de los Espíritus se abre ante nosotros”. Los videojuegos son un artefacto que nos permite navegar a consciencia ese mundo de los espíritus, esa segunda vida.
Borges decía que la literatura es un sueño dirigido. Luego entonces, los videojuegos son un sueño lúcido.
Memento mori.