Hace ya algún tiempo que «Plastic Love», de la cantante japonesa Mariya Takeuchi, se ha convertido en una especie de himno no oficial de internet. Es difícil explicar en palabras el appeal de la canción, pero parte del mismo parece basado en la idea del «falso recuerdo», de la nostalgia de lo que nunca se vivió: de pronto, decenas de occidentales han dejado comentarios en la página del video, bromeando sobre cómo la canción les trae recuerdos sobre su vida como un salaryman del Japón de los ochentas, escuchando un performance de la idol en un club de Tokyo después del trabajo o de sus reminiscencias como detectives tomando whiskey después de trabajar en un caso en un pequeño bar de Yokohama. En un sentido elemental, la canción es un redescubrimiento, una memoria falsa que todos quisiéramos tener, algo que no conocíamos, un fantasma que se fue sin que pudiéramos tocarlo, pero con el que empatizamos.
El mundo al que alude la canción, durante el último lustro de la era Showa (que terminó con la muerte de Hirohito, 1989) fue en Japón una especie de contraparte contemporánea de la Belle Époque del siglo XIX: una guilded age, un pequeño «fin de la historia», una era no dorada sino del sobredorado, una era del optimismo y del vacío, en el que el sueño de la civilización moderna era indesafiable y continuo. Económicamente está definido por un mercado financiero expansivo y sobrepreciado en medio de una ideología neoliberal, triunfante y optimista. Por un momento, pareció que la expansión sería eterna, y el único fin visible era enriquecerse y disfrutar. El mercado inmobiliario alcanzó precios estratosféricos; la economía «se sobrecalentó» hasta llegar al colapso en 1992 que provocó la llamada «década perdida».
Un verdadero nuevo «mundo flotante» (浮世, ukiyo) posmoderno tuvo su nacimiento ahí. La idea del mundo flotante en la cultura japonesa es vieja: la palabra define el estilo de vida urbano y refinado surgido en las grandes ciudades de Japón durante el período Edo (1604-1868), en el que las grandes guerras del pasado samurai habían quedado atrás; el mundo flotante era el mundo de la vida hedonista, enfocada al goce del presente: «viviendo sólo para el momento, saboreando la luna, la nieve, los cerezos en flor y las hojas de arce, cantando canciones, bebiendo sake y divirtiéndose simplemente flotando, indiferente por la perspectiva de pobreza inminente, optimista y despreocupado, como una calabaza arrastrada por la corriente del río», como lo caracterizó el escritor del siglo XVII, Asai Ryoi.
A este crecimiento económico, liderado por las grandes corporaciones tecnológicas, correspondió un auge de la cultura popular cuya influencia sigue sintiéndose hasta hoy. Los videojuegos, el anime y el manga sufrieron una transformación poderosa, redefiniéndose como el fenómeno mundial que son hoy: no en vano todos los clásicos de esa cultura popular, desde Super Mario Bros hasta Akira o Jojos’ Bizarre Adventure, son de la misma época. El poder de esas expresiones no está solamente en la afortunada factura de los japoneses, sino en el uso de todo el arsenal de la civilización moderna para el ocio, el desperdicio, el hobby. Son parte del gran sueño de la época.
Algunos pocos occidentales más perceptivos detectaron de manera temprana el poder de las formas de la vida japonesa de ese tiempo. Ridley Scott tomó muchísimo de la vida asiática posmoderna, en especial del barrio hongkonés de Kowloon, para crear el ambiente visual de Blade Runner. Quizás el mayor homenaje a ese posmodernismo haya sido Black Rain (1989), un thriller de detectives harto convencional, pero cuyo poder reside no en la narrativa, sino en la visualidad de la época, en la lente de un gran director. El mundo proto-cyberpunk del Japón nocturno se mezcla con la vida de los clubes; aunque desde el filtro occidental, tenemos un atisbo del mundo hipercapitalista de la época.
Otro documento visual fascinante para comprender la época es Tokyo-Ga (1985), de Wim Wenders, el famoso director de Paris, Texas. Uno de los momentos más interesantes del documental es el dedicado al pachinko, sección titulada «Mu» (vacío, nada). En él, se muestra la vida de los salaryman adictos a las máquinas de apuestas. El pachinko es presentado como una especie de sustituto maquinal del destino. Wenders caracteriza al pachinko como una contraparte japonesa de la civilización capitalista mundial: «Mu, la nada, lo que queda hoy». En resumen, la última expansión económica japonesa fue una de esas épocas que describe Walter Benjamin, en la que «el sueño se vuelve más poderoso justo antes de despertar».
Es en ese mundo en el que nace y se desarrolla el City Pop. Se trata de un movimiento musical cultivado por mujeres, que tiene ciertas afinidades con la idea de la idol o gran cantante pop, pero que lleva dicho concepto a un grado mayor de profundidad. Retomando las palabras de una idol transcrita por un documental, el fin de la cantante japonesa era «dar un sueño» a otros, aunque detrás de ese sueño estuviera la nada. La idol real es como una contraparte de la chica moe de la animación japonesa, de las Lyn Minmai del mundo: una proyección del deseo masculino, esencialmente vacía, una nada viviente, el deseo encarnado.
La cantante de City Pop tiene algo de ello, pero en lugar de estar condicionada por la mirada masculina, explora de manera más libre su propia vida y su propio deseo, sus aventuras en el ya descrito «mundo flotante de la época». El resultado, por supuesto, es muchísimo más interesante que el de las idol y waifus. La letra de canciones como «Plastic Love» de Mariya Takeuchi o «Tasogare no Bay City» de Yunko Yagami son canciones de desengaño amoroso, escritas desde una perspectiva femenina. Resultan de una feroz actualidad.
El olor de tus cigarros, el beso frío
que me diste, y te marchaste.
De haber sido honestos, nuestro amor seguiría…
El mar del invierno se ríe de mí
El viento congela,
como la juventud, es un cuchillo oculto.
Nos encontramos, y mi corazón fue cortado en dos.
Me siento tan tonta ahora, con este doloroso amor.
Y tú eres el único que puede sanar esta herida.
Como el cielo que rodea el mar,
fue un milagro que nos encontráramos
sólo una vez más, sólo una vez más.
Tan pido sólo una visión de ti…
En la dinámica del falso recuerdo, uno puede imaginar un club japonés de los ochentas, y a Junko Yagami cantando ante los cansados clientes, enfundada en el tuxedo que luce en la portada de su disco, Full Moon. El «cuchillo oculto» sería en este caso la nostalgia de lo que nunca pasó. «Plastic Love» tiene un tema similar, pero quizás más punzante aún, pues su letra toca el meollo verdadero de la cuestión que nos atañe en este ensayo. La canción trata de una chica que, tras un desengaño, ha decidido aceptar el vacío. Empero, un encuentro demasiado intenso le trae memorias de su vida anterior.
¡No arruines la programación del amor
con ese beso repentino y esa mirada ardiente!
Planeo cada hola y cada adiós
porque todo llega a su final.
¡No te apresures!
Desde que el amor me lastimó,
los días y las noches han intercambiado sus lugares
en la vistosa discoteca en la que bailo toda la noche:
es el truco que aprendí.
Lo siento.
Nunca me ames en serio,
el amor es un juego, quiero divertirme.
Visto mi corazón cerrado en atuendos vistosos y zapatos,
mis amigos en la soledad.
Todos los chicos que me invitan se ven como él.
Por alguna razón, mis recuerdos se desencadenan
aunque suelte mi copa y rompa en llanto, no me preguntes por qué.
Cuando caigo dormida en el camino
sólo las luces de halógeno brillan misteriosas,
aunque una voz susurra que soy una mujer fría como el hielo
no te preocupes!
Sólo estoy jugando un juego,
sé que es amor plástico,
danzando al ritmo de la música vacía
otro mañana ha llegado.
En «Plastic Love», el amor se convierte, mediante el dolor, en un juego, una forma ritual. El mejor comentarista hasta hoy de ese mecanismo es Jean Baudrillard en su libro La seducción, que es quizás el único y verdadero manifiesto estético de nuestra época. Baudrillard nos enseña que vivimos inevitablemente en el mundo de la Ley. Fantaseamos con abolir la ley, pero su abolición es insuficiente. El discurso inverso a la ley, la transgresión y la liberación, es igualmente inútil. Pero hay otra trascendencia. «El opuesto de la ley no es la ausencia de la ley, sino la regla», en el sentido del juego. Las reglas son signos arbitratrios, e intrascendentes, pero libremente elegidos, fuera de toda trascendencia. La ley puede ser transgredida, porque implica obligaciones. Pero el juego no puede ser transgredido: se trata de un mundo que no lleva a nada, no tiene significado, y aún así, está sobrecargado de valencias simbólicas, de experiencias, de goce. Más allá de la representación, que es el mundo simbólico de la ley, está el simulacro, la modalidad simbólica del juego. «Al elegir el mundo de las reglas (el sustento del juego), somos salvados de la ley». Baudrillard fue el gran teórico de la estética moderna, en la que el mundo del juego, remanente del rito, nos salva de lo real. Esa es la redención de la que habla «Plastic Love»: la epifanía del simulacro.
La imagen absurdista de Mariya, con corbata de moño, camisa blanca y tirantes negros, se ha convertido en un práctico meme de internet, apareciendo en las listas de recomendaciones de todos. Su revivida fama la ha llevado a anunciar un video musical para la canción, veinte años después, del que sólo tenemos un trailer. La canción, vive hoy por hoy una vida fantasma: sobrenada nuestra época, como uno de esos predecesores libremente inventados de los que habla Borges. No es sólo que cada época sueña a la que sigue, sino que cada época inventa a las que la precede, como si se tratara de las manos que se dibujan a sí mismas de Escher. Para nosotros, Japón es una especie de Combray proustiano, un lugar que rememoramos «no como fue, sino como nunca fue». Un poco como el unicornio de origami de Blade Runner y la flor de Coleridge, «Plastic Love» es la verdad del simulacro, lo real de la ficción, la reliquia de lo que todos vivimos sin haber estado ahí nunca.
PhD Candidate, Social Anthropology University College London.